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Joyce relacionaba la “vida propia” de los libros y su destino (“pro captu lectoris, habent sua fata libelli”, cita Joyce a Terentius Maurus…) en la epístola-prólogo de la primera edición americana del Ulysses, “A letter from Mr. Joyce to the Publisher”. En realidad, como Benjamin apunta, no solo el libro, sino cada uno de sus ejemplares tiene un destino. Una vida propia en la que sus dueños y sus lectores habitan temporalmente en ocasiones, hasta que el azar, la voluntad o la destrucción de uno u otro los separa. Aunque Joyce agradecía, en realidad, a su editor que le proporcionara a su libro esa posibilidad de vida propia ante las dificultades judiciales que el Ulysses padeció, como antes el Madame Bovary de Flaubert, que para el mismo Joyce constituye un punto de comparación.

Mientras nuestras bibliotecas permanecen aparentemente quietas, en el caos devenido orden por el uso y el hábito, localizadas en una intersección espacio-temporal junto con nosotros, es más fácil que su destino nos pase desapercibido. Ese destino que teóricamente sabemos que se construye con azar y voluntad, con tránsito y con tiempo, pero nos pasa desapercibido en el tráfago cotidiano del estante a la mesa de trabajo, al espacio de lectura, al baño o al trasiego cotidiano hasta el lugar de trabajo o de ocio. Y sin embargo, cuando la mudanza es mayor, cuando toda ella cambia de geolocalización, cuando nuestro propio hado cambia y con él el de nuestros libros, cuando el hábito y el uso relacionados con el lugar físico que ocupaban se modifica, su destino se nos aparece en formas inesperadas porque somos conscientes de que su vida y la nuestra estaba cifrada en aquel orden confuso, en aquel caos ordenado. Así, con el cambio y la novedad, con el nuevo desorden que impone un espacio diferente, que aún no ha devenido hábito, que retoma el uso con lentitud porque lo urgente le roba su tiempo, recuperamos la memoria de sus avatares pasados, el recuerdo de anteriores mudanzas, el destino que individualmente han sufrido los ejemplares que aún conservamos, y la añoranza de alguno de ellos que ahora, con el cambio, descubrimos que emprendieron nuevos caminos en algún momento que ya hemos olvidado.

Solo conservo la edición en inglés del Ulysses de Joyce, comprada en mi último viaje a Londres pronto hará cuatro años. Mi edición castellana de la traducción de José María Valverde, en Lumen, así como la catalana de Mallafré publicada por Leteradura, ni rastro. Debo preguntar a mi madre. Mi biblioteca tiene, en cajas que me aguardan desde hace casi treinta años, un limbo en la casa materna donde esperan mejor vida (o simplemente alguna vida) mis libros infantiles, los escolares de mi primera juventud y algunos de los que corrompieron mi carácter antes de que la dedicación a la literatura medieval y a la vida académica trataran de moldear con orden, rigor, y cobardía aquel apasionado caos intelectual y vital que me condujo hasta ellas. Pero temo que las dos ediciones, probablemente por razones y por personas diversas, abandonaron mi compañía hace, al menos, cuatro mudanzas. Nada que objetar: el robo o la no devolución de los libros prestados forma parte del código de buenas maneras entre los más apasionados amantes de los libros, incapaces de fijar con cadenas físicas o convencionales la propiedad en detrimento de la circulación, aunque la amistad haga excepciones sometiéndonos a la palabra dada de devolución (Cristina, Mayte, no temáis…).

“De todas las maneras de adquirir libros, escribirlos uno mismo es considerado el método más digno de alabanza”, dice Benjamin a propósito del maestro de escuela de Jean Paul. Mi biblioteca guarda libros que son un pálido reflejo de este adagio: los libros fotocopiados. Pálido por razones obvias, pero reflejo al fin y al cabo en la medida en que todos ellos fueron fotocopiados por mí página a página. Especialmente queridos, y especialmente memorables los muchos que me traje del Warburg Institute, a medio camino entre los inencontrables comercialmente hablando, y los inalcanzables para mi economía de subsistencia, entonces y ahora. Más de la mitad de mis horas en el Warburg dediqué en mi primera visita a tomar posesión iconográfica de libros de los que, como mucho, había tenido conocimiento a través de bibliografías que escrutaba previamente, venciendo el tedio que les es consustancial, a la búsqueda de un momento de iluminación que me condujese al título justo, a la obra necesaria. Fueron días febriles, felices.

Y aunque parezca que los libros fotocopiados enlacen naturalmente con los libros electrónicos, no es así. Tengo un problema con ellos. Y no es el de la posesión, sino el de la mediación. No es que posea físicamente uno y no el otro, sino que el libro físico, aún el fotocopiado, no requiere mediación, y el electrónico sí, sea cual sea su formato. Actualmente poseo más libros electrónicos que físicos, pero tengo la sensación de que no forman parte de mi biblioteca. Su orden no es el orden de mis hábitos o de mis usos, sino otro (siempre más lógico, más ordenado) impuesto por el dispositivo mediador.

Al ejemplar electrónico es difícil atribuirle los accidentes del destino, los recuerdos y las nostalgias que acompañan a los ejemplares en papel. A mi iPad o a mi iPhone, a mi ordenador, puede. Pero ese aura no traspasa a su contenido. Puede que, parafraseando a Benjamin, simplemente no pueda vivir en ellos como vivo en mis libros impresos.