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La abdicación del rey Juan Carlos I tiene una interpretación política en nuestro aquí y ahora, sobre la cual la prensa y los opinadores, y sorprendentemente los actores políticos de este país, se han explayado, no sé si con suficiente profundidad, pero desde luego con suficiente cansinidad. Sobre las causas reales de la abdicación no tengo nada que decir, pues coincido con aquellos que la interpretan como un movimiento táctico de la oligarquía político-social para que todo siga atado, y bien atado, ante un futuro y más que previsible cuestionamiento radical de las bases del estado español moderno surgido del “consenso del 78”. Vamos, que le han visto las orejas al lobo.

Y no me interesa, pues, insistir en lo que otros insisten, sobre la forma del estado que tenemos, o sobre la forma del estado que queremos, y así. Como la historia refleja, es muy probable que una discusión en estos términos nos acabe ocultando lo fundamental: quién manda. Más que nada porque no me gustaría tener que esperar quinientos años para discutir en términos de soberanía y gubernamentalidad, como hacemos sobre el mundo feudad y pre-moderno, en donde el debate no es solo sobre las formas del poder, sino sobre la naturaleza del poder (lean a Bisson, La crisis del siglo XII). ¡Quiero morirme mucho antes, por Dios!

Porque la cuestión fundamental, como ya he dicho, es quién manda. Demos por hecho que ninguno de nosotros cree realmente que la democracia burguesa sea la traslación a la política cotidiana de la soberanía popular. Es de todos conocido que la capacidad de maniobra de un gobierno democráticamente elegido está condicionada por factores que no dependen de la voluntad del supuesto soberano, el conjunto de los ciudadanos. Es la lección que hemos aprendido en esta fase que vivimos del capitalismo, y es también el resultado de su evolución, como mínimo, desde el liberalismo clásico de Adam Smith, que fracasó estrepitosamente en 1929, hasta el ordoliberalismo alemán, que triunfó en su vertiente americana con el neoliberalismo de la escuela de Washington a través de Reagan y Thatcher. Aunque se trate más de una reinvención que de una evolución, fundamentada en un cambio significativo de las premisas iniciales, desde la demonización del estado como impedimento de la “natural” libertad económica, a la necesidad del estado como garante de la libre competencia amenazada por la resistencia de la población a ser explotada. El relato oficial de la izquierda, alimentado por la retórica conservadora que detecta la falacia inherente y saca ventaja, nos describe un estado benefactor asaltado y desmantelado por los intereses privados, una batalla entre los que quieren más estado y los que quieren menos, cuando en realidad es una batalla por la soberanía, no por el tamaño: lo característico del estado neoliberal en el que vivimos no es su (menor) tamaño, sino su contribución activa al desplazamiento de soberanía desde los ciudadanos a la oligarquía socio-económica. Básicamente, una forma de paternalismo estatal que rebaja las ansias emancipadoras de la población con la excusa de que la gente no sabe realmente lo que le conviene y que así habrá crecimiento y riqueza para todos. Un estado paternalista, pues, que contribuyó activamente a la extensión de la globalización económica a través del capitalismo postindustrial o financiero, y que ocultó con eficacia la ideología subyacente mientras el crecimiento y la riqueza fueron sus subproductos. Desaparecidos éstos con la crisis, lo que queda es un padre que no protege a sus hijos, un salvador que cada vez salva a menos ciudadanos, hasta que solo se salva a sí mismo. La abdicación del rey en ese sentido es maravillosa: escenifica el vacío de poder, al tiempo que pone en evidencia en dónde reside la soberanía, cuando las elites socio-económicas ponen en marcha el proceso sin permitir ni por un instante que haya dudas en cuanto a su autoridad para hacerlo. Que según una encuesta de El País más del 60 por ciento de la población española quisiera ser interrogada sobre ello acaba siendo una prueba de que hay que rescatar a los españoles de sí mismos.

Pero no es solo un problema español: quienes creímos, y aún creemos, pobres de nosotros, en el proceso de unión europea como un proceso de transformación y emancipación social contra los corrosivos efectos de la competencia nacionalista, como una enmienda a la historia moderna y contemporánea de Europa, no caímos en la cuenta que lo que se estaba construyendo era, en realidad, un sistema de protección de la libre competencia económica y de su instalación allí donde no existía. Un sistema en donde el 1% siempre sale bien librado, le pase lo que le pase al 99% restante. Un sistema que, como Piketty demuestra, nos aboca a la desigualdad, pero que más allá de ello, pone de manifiesto quién manda. Los que salen bien librados. El 1 por ciento.

El vacío de poder levanta el velo que hacía parecer que el poder estaba vacío. Vacío el trono, manda quien manda. Aquellos que Podemos, con su simplicidad infantil pero precisamente por ello reveladora, llama “la casta”, y que consigue situar el eje político por primera vez en su sentido correcto, esto es, entre los de arriba y los de abajo, toda vez que el antiguo eje entre derecha e izquierda ha perdido su virtualidad para expresarlo (ojo, que alguna vez la tuvo, y todavía vivimos de esa renta). Vamos, desde el momento en que la izquierda asumió que el crecimiento y la riqueza eran la fuente de la eterna felicidad, y la condición previa para su redistribución.

Hambre para todos (y todas): como el lema de la Internacional Melancólica, el cabaret poético, político y barato que hace 10 años montábamos un grupo de amigos en tiempos de bonanza, la cuestión no era y no es cómo repartir la riqueza, sino cómo repartir la pobreza.