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Es una verdad universalmente conocida que hay gente que no vale para nada. Ya lo dijo mi tía, Mónica Oriol, presidenta del Círculo de Empresarios, hace unos días en un desayuno informativo en el Club Internacional de Prensa: “la construcción se llevó a muchísimos chicos que los sacó del colegio y de la formación profesional porque sin terminar la ESO se salieron del colegio cualificación cero, porque en la construcción ganaban mil euros, o mil quinientos, y eran el rey del mambo el viernes y el sábado, los amigos en el cole, sin un puñetero duro, y ellos, joer, llegaban los viernes e invitaban a todas las niñas. ¿Qué hacemos con esa gente? Cero cualificación. Tenemos un millón de personas así, que no tienen cualificación ninguna, y un salario mínimo que te obliga a pagarles aunque no valgan para nada.”

Mi tía es una mujer casada y con seis hijos en posesión de una buena fortuna, sin duda, lo cual la hace de natural moderada y amante del orden. Ello se nota en sus matizados análisis de la realidad social de nuestro país y en sus tibias propuestas de mejora, que no ha querido exponer en toda su crudeza: hay mucha más gente que no vale para nada, porque nos cuestan dinero a los emprendedores de este país, los que no se dejaron tentar por el dinero rápido y fácil de la construcción: porque, para qué sirven, me pregunto, y seguro que ustedes también se lo preguntan, todos esos jubilados que ya no aportan nada y consumen los recursos del estado con sus pensiones sobrevaloradas, sus viajes subvencionados, sus demandas infinitas de medicinas y cuidados, sus exigencias de una buena y, claro, costosa muerte? Y eso por no mencionar otros colectivos menos numerosos, pero aún más inútiles como inmigrantes peligrosos sin cualificación laboral ni capital para comprarse la residencia, como los que asaltan la valla de Melilla estos días; o las embarazadas adolescentes ocupando un lugar en nuestras aulas cuando todos sabemos que ya han echado su vida a perder, y jamás rentabilizarán los siete mil u ocho mil euros que nos cuesta cada año mantenerlas allí, porque para seguir trayendo gente inútil al mundo no necesitan ninguna cualificación; o los estudiantes universitarios de carreras que ni valen, ni sirven a la gente de bien que pretende hacer dinero porque, joer, está claro que las humanidades no sirven para nada pero, alguien me explica para qué sirve un matemático? Para contar la gente que nos sobra, toda esa púrria que no hace sino consumir los recursos que generan los emprendedores, con un buen contable ya nos basta! Disculpen el tono, es que me enciendo, y pierdo de vista que hay cosas que no se pueden decir abiertamente en este país de lo políticamente correcto, donde el voto de un ni-ni vale lo mismo que el de un empresario, y así nos va, que España es hoy un país que no permite que florezcan las iniciativas y que pone pegas para todo, porque los políticos están condicionados por esa multitud inútil a los que sin embargo se le reconocen derechos, como el del voto, que no se han ganado. ¿Hay mayor prueba de la degradación a la que hemos llegado?

De lo expuesto se deduce necesariamente que hay que encontrar soluciones para que esta gente, o bien produzca lo que cobra, o bien deje de cobrar lo que no produce, sea en cash o en subsidios de todo tipo, o bien desaparezcan de nuestro mercado. Porque a gente diferente hay que darles un trato diferente hasta que deje de ser diferente, otra verdad universalmente conocida, que podemos resumir en que no se puede homogeneizar lo que no es homogéneo. ¿Por qué deben existir los parados, o los que no tienen el capital necesario para convertirse en emprendedores? Por qué deben tener derecho a habitar en de otro modo útiles propiedades, ahogando nuestras ciudades e impidiendo la innovación? Es la generosidad ml entendida la que nos obliga a sufrir su existencia. Sus vidas son una carga para ellos, para sus familias, y para el estado, y el capital, acosado por las infinitas demandas de esas masas andrajosas, vehiculadas a través del estado, debe huir a costas más hospitalarias, mientras el gobierno se dedica a poner tiritas en las venas abiertas de la gente de bien, y así nuestros sueños no pueden levantar el vuelo, lastrados por los desechos humanos acumulados en nuestras ciudades y nuestras fábricas. Hay que liberar nuestro mercado de ese lastre, y devolverle la libertad que necesita para crecer y multiplicarse.

Y para conseguirlo, nosotros, los emprendedores de este país, debemos ser valientes e imaginativos, debemos ser innovadores. Olvidarnos por completo de las viejas recetas preindustriales, como el esclavismo (hay que recordar que Roma acabó como acabó) o la que propuso mi antepasado Jonathan Swift, en memoria del cual llevo su nombre, de dedicar a estos desarrapados a la producción de carne humana para el consumo de la gente de bien: los hábitos alimenticios han cambiado, y el porcentaje de carne en nuestra dieta ya no genera la demanda suficiente. No podemos echar la vista atrás, por tanto, y soñar con remedios que fueron adecuados en el pasado. Los campos de concentración no son la solución, ni las prisiones, los asilos de ancianos y dementes, ni siquiera la solución final. Fueron adecuados para otra realidad, la de la segunda revolución industrial y el fordismo, pero tienen la evidente desventaja de ser demasiado dependientes de su organización estatal, inadaptables a la moderna economía del libre mercado financiero y de la imprescindible reducción del estado. Para ser honestos: ya no es viable construir archipiélagos gulag: consumen demasiados recursos sin que haya a cambio un retorno económico apreciable, ni aún en el caso de los campos de trabajo forzado, porque la baja calidad de ese trabajo nos deja en la misma situación en la que estamos ahora.

Y es ahí donde radica el valor de las propuestas del Círculo de Empresarios presidido por mi tía. Tras la demanda de retirada de subsidios y rigideces del mercado laboral, tras la exigencia de su homogeneización por la vía de dejar que cada uno se apañe con lo que es y lo que tiene, se adivina, en una primera etapa, una nueva sociedad segregada entre quienes tienen recursos o son capaces de generarlos, y los que no. Y paulatinamente, los que no poseen ni capital ni valor, los que no sirven para nada, obligados, como deben, a sobrevivir fuera de nuestras fábricas y nuestras ciudades, no podrán acceder al empleo ni habitar en los alojamientos de nuestras ciudades (ya hemos dado pasos significativos en ese sentido gracias a los desahucios), no podrán acceder a la sanidad ni a los medicamentos, e irán decreciendo en número de modo natural y con un considerable ahorro para las arcas del estado, hasta desaparecer no ya nominalmente de las estadísticas y del voto, sino físicamente de ese nuevo mundo eficiente, competitivo, emprendedor e innovador que estamos creando.

Es pues, la de mi tía, una propuesta modesta en su planteamiento económico e intelectual, que no genera el rechazo que otras soluciones como las ya mencionadas provocarían en una sociedad que, digámoslo abiertamente, aún está dominada por la nostalgia de un modo de vida que ya no volverá, contaminada por el corrosivo y antieconómico discurso de los derechos universales y por formas de gobierno, como la democracia, que tan mal se adaptan a los tiempos que corren.