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¿Por qué una ley de seguridad que no es reclamada por la ciudadanía y cuya justificación es desmentida por las estadísticas? ¿Por qué las muertes de inmigrantes en las playas de Ceuta nos conmueven, pero no nos mueven? ¿Por qué la seguridad, interior o exterior, es urgida por los estados y sancionada por los ciudadanos aunque no la hayan reclamado? ¿Es una consecuencia del impacto del 11S sobre un mundo ya global, un simple efecto accidental, o la esencia de una modernidad en descomposición? Y, probablemente, la pregunta más inquietante, y, por tanto, la más urgente: ¿qué papel juega la seguridad en la construcció del mundo que sucederá a la modernidad, tanto en el ámbito político como en el social y como en el personal o individual?

Esta serie de preguntas solo pretenden señalar un punto de partida posible para los argumentos del presente artículo. No pretendo, parafraseando a Foucault, denunciar el mal que supuestamente habita en secreto en todo lo que existe, sino presentir el peligro de lo aceptado como habitual, y hacer problemática nuestra necesidad de seguridad. Una seguridad que va más allá de las políticas concretas referidas a la vigilancia y el castigo, y que incluye, en el ámbito del gobierno de las sociedades, todo aquello que no es economía: en su formulación más moderna, el conjunto de los derechos del hombre y del ciudadano. Digamos, pues, que la política en su conjunto es la batalla por la seguridad. Me explico.

La seguridad es la dovela de la modernidad, y probablemente porque dejamos la modernidad atrás a pasos tardos pero ya firmes, su omnipresencia como concepto rector de las vidas públicas y privadas se acrecienta extraordinariamente. Como a finales del siglo XV, cuando los nobles y la alta burguesía se empeñaron en rescatar la caballería medieval mediante su estetización extrema y la confusión entre reglas del juego y reglas de vida, entre lo lúdico y lo ético. Una confusión muy, digámoslo así, postmoderna: a medio camino entre la Comic-Con y Wall Street, o los conseguidores de las tramas de corrupción españolas, a lo Bárcenas o el Bigotes.

La entrada de la seguridad social y política se produce con el cambio de paradigma gubernamental que el liberalismo económico impone a los antiguos estados y soberanos a finales del siglo XVIII. Al sustraer la economía de la acción del estado, un estado que a partir de entonces deberá vigilar y castigar, pero no intervenir, las funciones y por tanto las políticas del estado solo pueden desarrollarse sobre los ciudadanos y sus cuerpos, disciplinándolos para que se conviertan en agentes activos en la preservación del equilibrio económico. El liberalismo, que aparentemente libera al estado para que se ocupe de la vida de sus ciudadanos, en realidad lo constriñe a ocuparse de la preservación de la vida, pero no de cualquier vida, sino de aquella útil como agente económico. Tan pronto le pide que viva, trabaje, produzca y consuma como que muera. En cierta medida, la modernidad es eso: un complejo de categorías capaz de atender las exigencias de tutela de la sociedad, esto es, el lenguaje de los derechos del hombre y del ciudadano, y de sus consiguientes biopolíticas, que permitieron ejercer esa función de preservación de la vida en la medida en que, a partir de entonces, el individuo no existe sino en cuanto está en condiciones de aportar un cambio al poder del estado, sea este positivo (preservación o tutela: educación, sanidad, servicios sociales) o negativo (servicios sociales, seguridad, policía, prisión, muerte). Se lo ilustro con un ejemplo: durante la modernidad, el mendigo pasa de ser prácticamente una entidad jurídica necesaria para llevar una vida honesta que se premie con la salvación eterna a través de la caridad, a ser simplemente nuda vida, institucionalizable como pobre, loco o asocial, pero aún así necesario como motor económico de determinadas parcelas del estado del bienestar, a costa, claro está, de que sea permanentemente dependiente. El estatus del mendigo no varía, pero lo que sí cambia es la razón por la cual es necesario. Porque la caridad no cumple ningún papel en la economía liberal, puro don (à la Mauss) de la cual, incluso quienes nos reclamamos más críticos con la modernidad y sus perezosos hábitos mentales, no hemos sido capaces de ver su sutil implicación anti-económica.

Y si no hemos visto eso, se explica perfectamente nuestro horror ante la propuesta (todo sea dicho, casi boutade) que hace unos años lanzó Peter Sloterdijk de eliminar las obligaciones tributarias y sustituirlas por aportaciones voluntarias. Nos levantamos en armas ante un ataque directo a lo que considerábamos lo mejor de nuestra modernidad, la redistribución fiscal, y le acusamos de conservadurismo extremo atribuyendo su reflexión al a priori neoconservador de la reducción de impuestos directos. En el mejor de los casos, una simple regresión a estadios menos avanzados de nuestra civilización, en que el don (la caridad) regía buena parte de nuestro universo social. Pocos vieron, casi nadie, lo que en realidad era un ataque frontal a los principios económicos del liberalismo: sin la captación de recursos de los gobernados (y recuérdese que los desequilibrios fiscales más graves en nuestras sociedades occidentales no son entre territorios, o demás entes ficticios, sino entre ricos y pobres, entre empresas y trabajadores) el estado difícilmente podría cumplir su papel moderador (el refrigerante del motor económico que evita su sobrecalentamiento) redistribuyendo recursos para que la máquina económica se mantenga en un perpetuum mobile, en un movimiento perpetuo. ¿Broma? Desde luego. Pero lejos de ser una broma inocua. Sloterdijk, a su manera incorrecta y provocadora, señalaba el peligro de lo habitual y problematizaba lo que aparentemente era sólido, lo que aparente nos salvaba del juego económico pero que en realidad nos ligaba a él irremediablemente. Asaltaba nuestra necesidad de seguridad.

La seguridad es el mecanismo de control social necesario para que el libre juego de intereses ciegos que es la economía se desarrolle en óptimas condiciones. Porque la economía es un animalito muy frágil, en realidad. No un lobo, más bien un perrillo. La seguridad y su correlato, el miedo, son ahora más efectivos mediante su reproducción técnica en el mundo global gracias a los medios de comunicación. Pero la seguridad es una ficción alimentada a través del miedo. Significativamente, los dos grandes géneros narrativos audiovisuales de la modernidad son los policíacos y el terror. Uno nos consuela de un mundo inseguro mediante la razón del detective, el otro incrementa nuestra necesidad de consuelo en un juego perpetuo que nos mantiene mentalmente en el interior del capital, en el interior del recinto de la vida burguesa, donde esas cosas importan. La razón, la seguridad, el consuelo, la vida tranquila, en definitiva, la verdad, al fin y al cabo, solo existen en ese espacio acotado por la propaganda de quienes los necesitan para sus fines económicos.