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Pocas cosas hay que odie más que tener razón. O que me la den a posteriori en plan, pues ahora te jodes. No es que yo tenga especial mérito por prever que detrás de la reforma de la ley del aborto, o para no utilizar la neolengua, la supresión del derecho de la mujer al aborto libre y gratuito, había razones económicas, como comenté de pasada en mi último articulo en Libro de Notas (gracias, por cierto, a Lucía Caro por recordarlo en Twitter). Ningún mérito en eso se me puede atribuir; como mucho, el de desbrozar matorrales espesos que ocultan la vista, ya sean ideológicos (que se trate de una concesión al sector ultracristiano del PP) o de oportunismo político (que mientras denunciamos este gravísimo retroceso del estado de derecho no nos dediquemos a otros similares) para llegar al meollo de la cuestión: que un partido ordoliberal (versión germánica madre del neoliberalismo estilo americano, Foucault dixit) solo atienda a razones de política económica a la hora de legislar, et le reste est littérature…
La reciente difusión de la memoria económica que, obligatoriamente, debe acompañar la ley de supresión del derecho al aborto (llamemos a las cosas por su nombre, pues) parece darme la razón. Mucho se han esforzado los medios de comunicación y los ciudadanos a través de las redes sociales en denunciar que las cifras son erróneas o que está por demostrar en qué nos beneficia económicamente el supuesto aumento de la natalidad que produciría la supresión del derecho, pero en realidad las razones económicas reales que hay detrás continúan ocultas, en aplicación de un precepto fundamental de la concepción económica de los ordoliberales, que afecta también a lo político y lo social en la medida que, para ellos, las dos últimas son la consecuencia, a veces necesaria, a veces molesta, de la primera. Ese precepto es el de la invisibilidad de los mecanismos económicos que rigen la economía capitalista.
Según la alegada doctrina económica liberal, los mecanismos económicos que rigen la sociedad no solo funcionan mejor cuando no son conscientes, sino que además son incognoscibles: no sólo no deben ser conocidos, sino que no hay inteligencia humana que pueda abarcarlos, para que así el motor fundamental de la economía capitalista, el propio interés, funcione como debe, y como debe es con desprecio absoluto hacia el interés de los demás. Que los mecanismos económicos sean incognoscibles implica que el gobernante debe abstenerse de cualquier intervención sobre la economía más allá de garantizar las condiciones de libertad económica y de libre competencia que necesita para desarrollarse. Arrebatar de las manos y las mentes de los gobernantes cualquier decisión económica más allá del mantenimiento de las condiciones óptimas para su desarrollo, aboca a la política a ocuparse preferentemente de la biopolítica, esto es, de la salvaguarda de la vida humana respecto de los peligros de extinción violenta que la amenazan. En el camino, cualquier atisbo de vida común, de mantenimiento de los vínculos comunitarios se extingue en la medida en que la tendencia es proteger la vida de los riesgos implícitos en la relación entre los hombres. Conceptos políticos comunitarios como el orden y la libertad mutan, empujados por la exigencia de seguridad no ya colectiva, sino individual. Por ejemplo, los cambios en el concepto mismo de libertad, que desde su antiguo significado como participación en la dirección política de la polis, para ser entendida ahora en términos de seguridad personal: es libre el que puede moverse sin temer por su vida y por sus bienes, en palabras de Roberto Esposito.
Quienes aceptan partir de los apriorismos económicos (y, por tanto, políticos y sociales) del liberalismo se ven abocados a ejercer el gobierno desde la biopolítica y para la biopolítica. El ejemplo de los gobiernos de Zapatero es revelador: eliminado lo económico de la ecuación gubernamental (lo que explica su ceguera ante la crisis) sus decisiones más relevantes fueron, exclusivamente, biopolíticas: reforma de la ley del aborto, ley de dependencia, matrimonio homosexual, etc. Naturalmente, articuladas a través de los conceptos de soberanía personal y derechos individuales que la modernidad puso en circulación como justificación del abandono de la política a la biopolítica, de lo comunitario a lo privado, de lo social a lo individual.
Cuando en el debate político español hablamos de las escasas diferencias que pueden ser apreciadas entre las políticas de los dos grandes partidos, en el fondo estamos hablando de esto: de la reducción de la política a la biopolítica mediante la extracción de la acción gubernamental de cualquier decisión económica relevante. ¿Cuál es, pues, la diferencia entre las biopolíticas de unos y otros, puesto que son claramente diferentes? Tómese como ejemplo el aborto: hay una biopolítica orientada a rescatar parcelas de seguridad individual del cieno económico (el respeto a los derechos de la mujer, aunque sea, como es, para integrarla en mejores condiciones en los mecanismos económicos), y otra orientada a la vida como ancilla economiae, como condicionada permanentemente por la necesidad de reducir parcelas de seguridad individual para ampliar las parcelas de dominio de la economía sobre la vida, especialmente a través de la libre competencia. Y ello, notoriamente, en épocas de crisis económica, en el que la “mano invisible” del mercado parece haberse convertido en la mano tonta.
Se interpreta la crisis no como un fracaso del modelo, sino como la consecuencia de que la economía no controle la biopolítica en su beneficio. Ante la reducción del campo de juego económico que implica la crisis, amplias parcelas de lo biopolítico, especialmente las relacionadas con la sanidad de la población como índice privilegiado dels sistema económico-productivo, pasan a depender del mercado y la libre competencia. Esto es, pasan de ser un regulador a ser regulada. En origen la sanidad pública y universal se articulaba como un elemento de resistencia a la pauperización y desclasamiento de la población (un límite a la libre competencia, pues, soportable por un sistema económico sano que, a su vez, necesitaba mano de obra sana para funcionar. Ahora, cuando el campo económico se reduce, la sanidad pública debe ser desmantelada para que la libre competencia crezca a costa de la preservación de la vida, de la seguridad personal y la libertad individual. No, no crean que el objetivo fundamental es el liberticidio, como ingenuamente gritamos a veces. El objetivo fundamental es la economía.
La supresión del derecho al aborto de la mujer, pues, persigue ampliar el radio de acción económico exactamente por las razones alegadas por el gobierno, pero no explicitadas, en su memoria económica para la ley en trámite, esto es, porque la supuesta alza de la natalidad favorecerá el crecimiento económico. Ocultar cómo forma parte del supuesto azar virtuoso que la “mano invisible” desencadena cuando lanza los dados de la riqueza y la pobreza. Pero también es inconveniente políticamente, porque su explicitación supone la posibilidad de sustituir el libre juego de los intereses propios por peligrosas (en neolengua, claro) corrientes de solidaridad comunal, como de hecho está sucediendo cuando los médicos anuncian que desobedecerán abiertamente la ley.
La supresión del derecho al aborto borrará de un mercado laboral saturado a miles de mujeres que, a partir de ese momento, tendrán especiales dificultades para acceder a él, y al mismo tiempo especial necesidad de él. Especialmente en el caso de las mujeres jóvenes, esta supresión del derecho desembocará en el abandono temprano de su formación. Y todas ellas no tendrán más remedio que aceptar empleos baratos en condiciones ventajosas para sus empleadores, pero de mera supervivencia (y a veces ni eso) para sus empleadas, aumentando así la competitividad de la economía española a través del abaratamiento del trabajo asalariado. ¿Y sus hijos e hijas? ¿Qué posibilidades tendrán de salir de ese círculo vicioso?
Pero cuando se riza el rizo de la biopolítica es la práctica prohibición del aborto en caso de malformación fetal, para el que se adopta la denominación de aborto eugenésico, en clara referencia no sólo a las asociaciones antiabortistas, sino como reminiscencia de las peores formas de biopolítica que ha conocido la civilización occidental a través del Nazismo. Asociación que no han tardado en explotar algunos miembros del partido en el gobierno, como el alcalde de Valladolid, en una especie de carrera hacia el “y tú más” tan querido en la política española. La prohibición, que obviamente es un paso más en la consecución de los objetivos económicos de la ley (sacar definitivamente a mujeres del mercado laboral, sujetas toda su vida al cuidado de una persona absolutamente dependiente, por un lado, y por el otro ampliar el campo económico-sanitario con la existencia de personas que necesitarán de cuidados sanitarios y sociales durante toda su corta o larga vida). Miles de vidas de mujeres y hombres, padres e hijos, excluidos del acceso a una vida digna, segura, libre, casi una muerte civil.
Uno no puede menos que recordar las palabras de Foucault cuando crudamente se preguntaba por qué una política de la vida amenaza continuamente con traducirse en una práctica de la muerte. Y se siente tentado a responder, recordando el grito de proclamación de la primera cruzada, que porque nuestro dios, la economía, lo quiere. En el caso que nos ocupa, a través de la limitación del acceso a la sanidad pública, gratuita y universal y la supresión de derechos sanitarios como el aborto.