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Operación Palace, el falso documental sobre la supuesta operación secreta organizada por las instituciones y los partidos políticos para abortar un golpe de estado mediante una parodia de golpe de estado, creado y emitido por Jordi Évole para La Sexta el pasado domingo 23 de febrero, ha provocado las más diversas reacciones, en general tan polarizadas como toda emoción tuiteable debe ser: desde el rechazo más absoluto (generalmente desde la izquierda y el periodismo tradicional), a las adhesiones más entusiastas a la denuncia de manipulabilidad de los medios audiovisuales que, al final, se anunciaba como tesis de lo que fue más un divertimento que un experimento. Lo esperable, vaya. Esa misma noche hubo algunos intentos de interpretación y comentario, en general autojustificativos de la postura tomada, que sin embargo apuntaban hacia reflexiones de mayor alcance sobre si el programa y la forma elegida, el mockumentary, en realidad no reforzaba las versiones oficiales sobre lo ocurrido el 23F, al realizar una reducción al absurdo de las teorías conspirativas, contaminando, con ello, a las teorías alternativas. Con todo, una reflexión de corto vuelo, creo, facilitada por la escasa fricción que Operación Palace transmitía respecto de la más interesante de las tesis que todo mockumentary debería transmitir: una crítica de la televisión como mecanismo de control social.

Pasaría por alto las críticas más anodinas, centradas en si es legítima la manipulación de la verdad o su transformación en ficción, si no retrataran con precisión a quienes las hacen. Con sus “esto fue demasiado serio para tomarlo a broma”, o sus “esto oculta y evita que se hable de la Verdad”, en la medida en que buena parte de esa crítica proviene de periodistas y políticos de izquierdas, son sintomáticas de la persistente crisis de identidad de la izquierda aferrada a los viejos usos ideológicos de los medios de comunicación, y de la no menos persistente crisis de los medios tradicionales, que todavía se justifican en que la dignidad de su oficio es una derivada directa de su conexión con una Verdad platónica, más que dialéctica. Como para que nos extrañe luego la crisis de la prensa y la crisis de los partidos políticos. Ese tipo de críticas es tan decimonónico (recordemos la obsesión del siglo XIX con el realismo y la búsqueda de la verdad a través de los hechos –el positivismo) que no explica nada sobre nuestra realidad actual.

Porque la cuestión central aquí no es la verdad, la manipulación o la ficción, sino la discusión sobre el medio. La televisión es una tecnología de control, o como dijo Deleuze, “La televisión es, en su forma actual, el consenso por excelencia: es la técnica inmediatamente social, que no permite ninguna rendija entre ella misma y la esfera social, es ingeniería social en estado puro”, y añade que “la televisión es la forma en que los nuevos poderes de control se convierten en poderes inmediatos y directos”. Y eso es algo que está en la televisión como técnica, y no depende de sus contenidos: el control social que ejerce la televisión es a corto término y en formas siempre cambiantes, pero al mismo tiempo permanente e ilimitado en su reiteración, como olas o corrientes de acontecimientos puntuados y subrallados hasta la nausea. Porque esas formas siempre cambiantes y esas corrientes son la vía a través de las cuales la televisión observa, captura y transmite el  “mundo real”. En realidad, entre el documental como género y la televisión existe una suerte de acuerdo técnico de que observar, capturar y transmitir la realidad es una práctica valiosa e interesante. Un buen mockumentary debe poner en duda y combatir ese acuerdo, esa asunción, para poder introducir “fricción”, resistencia en la bien engrasada maquinaria de control que el poder (¿los poderes inherentes al capitalismo, tal vez?) ejerce a través de la televisión.

Lo que molesta a muchos, me temo, es la inadecuación (casi obsolescencia) de las observaciones externas al medio de una realidad que ya es, implícita o explícitamente, televisual. En su producción contínua de imágenes, la televisión borra los límites entre espacio público y privado, entre acontecimientos locales y la sobresaturación que provoca su retransmisión global. La ubicua telerealidad (ya sean jóvenes conviviendo en una falsa intimidad y siendo juzgados por el espectador o cocineros que nos conciencian de que comer en un restaurante es vivir peligrosamente) deja al descubierto el colapso entre lo público y lo privado característico del control social. Donde los protagonistas creen estar transmitiendo su singularidad, su identidad, en realidad la audiencia solo ve su “normalidad”, entendida como su ausencia de individualidad, y como adaptación a la norma: el “todos son así”.

El problema no es que no haya una posición externa (como demuestran la crisis de la prensa escrita y de la política institucional, especialmente, como he señalado, en la izquierda) desde la que pueda desarrollarse y mantenerse una resistencia a la sociedad de control, sino que con los límites difuminados, y no pudiendo atribuir las operaciones de control a una institución concreta, no hay forma de escapar de la realidad televisual. No hay soporte externo para la resistencia porque no hay un “afuera”

Las prácticas de resistencia a la sociedad de control, las más eficaces al menos son aquellas que habitan en el interior del propio sistema de control, que no actúan desde fuera, sino que “ocupan” el sistema y recrean una posición interna desde la que interrumpir y resistir la última encarnación del capitalismo, que ya no está orientada a la producción, sino a la metaproducción, en términos deleuzianos: lo que se vende son servicios, ya no productos, y lo que se compra, actividades, que deben ser normalizados para su transmisión y compraventa masiva. La televisión es el lugar que produce la normalización (la normativización) de los servicios y las actividades que deben ser “consumidos”, y los que no.

Estas nuevas formas de resistencia interna, esta suerte de quintacolumnismo anticapitalista es una respuesta táctica y necesariamente creativa a las operaciones de control que el poder ejerce a través de los medios, especialmente a través de la televisión. Pero más importante es todavía ser conscientes de que esta forma cómplice de resistencia, en último término, será siempre reasimilada a corto o medio plazo por el control capitalista de los medios normalizando su resistencia como “servicio” a ofrecer al teleespectador, que consumirá su dosis normativizada de buena conciencia anticapitalista.

Los falsos documentales ejercen esa fricción con el sistema de control social imperante a través de la televisión, y pueden hacer más conscientes a sus espectadores de la capacidad de control de la televisión sobre sus vidas, sus expectativas, sus sueños. Contraponiendo la ficción a la realidad creada por la propia televisión, introduciendo el humor, la ironía, el sarcasmo en ocasiones, intenta denunciar nuestra aceptación acrítica de la televisión como creadora de verdad, como realidad. Si en origen cualquier falso documental ejercía esa denuncia, hoy en día ese mecanismo ya no es automático, ya no ocurre por el mero hecho de transmitir un falso documental, algo normalizado a nivel global, y solo sorprendente en ecosistemas televisivos más cerrados, como el español. Para que realmente ejerza presión y fricción sobre el sistema, para que sea auténticamente resistente, debe conseguir dos cosas: primero, crearse un lugar en el medio desde el que ejercer la resistencia; y segundo, la calidad de esa resistencia.

Operación Palace está atrapado en esta encrucijada. La primera premisa funciona: el lugar de resistencia está bien establecido gracias al éxito de la fórmula de Salvados, que no opone una resistencia desde afuera al control social ejercido por el poder a través de la televisión, esto es, no contrapone la Realidad a la realidad de los medios de masas, no contrapone la verdad a la mentira, sino que presiona a la realidad mostrada por los medios, la figura pública de un político, por ejemplo, para que sea él mismo, la realidad televisiva misma, la que muestre sus grietas. No en vano uno de los momentos memorables de Salvados fue, en el programa sobre el accidente de metro en València, la presión ejercida sobre Juan Cotino para que la grieta entre su discurso y sus actos (ya denunciada ad infinitum por los medios tradicionales) se revelase no a través de los hechos, sino de las formas en las que la telerealidad crea la normalidad: con la esperpéntica llamada de teléfono que supuestamente atendió su hermano (y el “supuestamente” es subrayado por el programa) y con la performance con participación del público en que se convirtió pedirle declaraciones de responsabilidad mientras asistía a una feria de comida. La huida de Cotino ejercía resistencia al sistema de control social porque otros (otras televisiones, por ejemplo) no habían sabido presionar hasta lograr una reacción extemporánea.

La segunda premisa, la calidad de esa resistencia, no funciona. En Operación Palace no hay riesgo artístico ni intelectual, y sí una ampliación de los límites de las corrientes culturales dominantes con la inclusión de políticos y periodistas como “artistas”. Si el objetivo era denunciar que la versión oficial conocida sobre el 23F era una mentira, no podía hacerse con los protagonistas “actuando” al servicio de una ficción. Para ellos no pasó de una broma amable, y eso es lo que percibió el espectador. No hubo autoparodia, salvo en algún apunte aislado que tampoco funcionó porque quien se autoparodiaba lleva décadas siendo parodiado por otros (pienso en Garci y su explicación de por qué los guardias civiles salieron por las ventanas…). Si la sensación final sobre los protagonistas del falso documental, que son a su vez los protagonistas de los hechos históricos y de los reinventados, es que “mira qué majos son que se ríen de ellos mismos”, es que no hay resistencia, sino normalización. Si tienes que explicar al final que es un falso documental, ya no hay resistencia. Si emites a continuación un debate sobre el 23F moderado por el director del programa en el que pocas cosas se dijeron que se apartaran de la versión oficial, en lugar de convocar un debate sobre como combatir las mentiras oficiales y cómo puede hacerse desde dentro del sistema, desde la televisión, es que no estás ejerciendo resistencia al engranaje de control social.

Como mucho, estás ampliando los límites del mainstream, de la realidad televisada, para que incluya, también, la posibilidad de reírse de nuestros políticos sin que eso signifique cuestionarlos. Demasiado poco quintacolumnismo y demasiada normalidad para mi gusto.